07 de setiembre del 2008
La mañana ya había comenzado. La brisa suavemente soplaba sus cabellos marrón oscuro. Sus ojos miraban fijos al horizonte. La comisura de sus labios no esbozaba sonrisa alguna. Sentada con una pierna encima de la otra en un banco color marfil estaba. Para ella el tiempo y la gente en ese momento no pasaban. Estaba triste. Y su corazón latía al son de una melodía de dolor. Dolor puro que recorría sus venas. Tristeza que si alguien la observara bien podría notar. No estaba pensando en algo específico, pero sentía aquella tristeza. Sus ojos estaban húmedos, pero no lloraba. Y en esa quietud sólo podía, como un vívido recuerdo, como un gran sollozo, como un eco en la montaña, cruzarse por su mente: su nombre. El nombre de él. Su amado. Al que amaba con todo lo que era. Y el dolor punzante se hacía aún más real. Era tiempo de entender. Tiempo de entender el nuevo tiempo. El día había llegado. Los muros habían caído. Mientras más sufría más real se hacía un reflejo. Reflejo divino. El cielo se había acercado. La mañana ya había comenzado. La brisa soplaba. Muy por dentro ella sabía que el tiempo de cambiar ya había llegado.
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